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Foto del escritorMarian Viladrich

Escribir es vaciarse

Actualizado: 21 sept 2021

Escribir es desangrarse. No lo digo yo, que le he tomado prestada la frase a Hemingway, una de esas frases icónicas con la que nos identificamos la mayoría de los autores. “No hay nada como escribir. Todo lo que haces es sentarte frente a la máquina de escribir y sangrar”. Ya está. Tan fácil, tan personal, tan doloroso. Abrirse en canal frente al papel, en nuestro caso sobre el teclado, dejar caer gota a gota todas las emociones que llevamos dentro hasta depositarlas bajo la piel de nuestros personajes.


Porque todo escritor, sea cual sea el género al que se dedique, deja parte de sí mismo enredado entre los párrafos. No nos busquéis en los hechos de la trama ni en los caracteres de nuestros personajes o en sus gustos personales, puede que ahí no nos encontréis. Tenéis que ir más lejos, bien dentro del texto, hasta hallar lo que verdaderamente preocupa a cada escritor, sus miedos, sus pasiones, sus inseguridades, sus obsesiones, sus emociones más profundas, esas que se convierten en el motor del texto, en ocasiones expuestas, otras veces casi invisibles, bien escondidas entre capas y capas de ficción, tan ocultas entre diálogos, descripciones y reflexiones que pueden ser casi imposibles de detectar. Pero están ahí y, si lo buscáis, puede que encontréis el rastro de sangre que ha dejado el autor en cada libro.


“There is nothing to writing. All you do is sit down at a typewriter and bleed”. Ernest Hemingway.

Escribir es vaciarse. Porque los personajes y la historia están dentro del autor, no solo en su cabeza, sino en todo su cuerpo, en su alma, casi en cada respiración. Al principio, es solo una pequeña idea, sin forma. Un átomo de idea. Puede que sea una frase, la figura de un personaje, una breve escena… Una idea delgada, diminuta, que duerme a pierna suelta y, de pronto, empieza a despertar. Se mueve inquieta, abre un ojo, lo cierra y se da la vuelta. Algo tironea de ella y, aunque no quiera, ya no puede volver a conciliar el sueño. Está en una rara fase de duermevela, sin saber aún si despertará del todo o se evaporará. Entonces a la idea le sucede algo extraño. Empieza a crecer. Unos kilos por aquí, unos centímetros por allá. El proceso es lento, pero imparable. Crece y crece y va ocupando todo el espacio, llenando la mente del escritor de personajes, escenas, diálogos… Y, cuando la mente se queda pequeña, va más allá, se extiende a todas partes hasta colarse en cada rincón de nuestras vidas. Los personajes ya no viven solo en nuestras cabezas, sino que cobran vida propia, se sumergen de lleno en nuestro día a día. Caminan junto a nosotros por la calle, se sientan a nuestro lado en la sala de espera del médico, nos acompañan al supermercado, empiezan a hablar en cuanto nos metemos en la cama y protagonizan brillantes escenas en inoportunos momentos en los que no se puede tomar nota.


Hasta que las palabras lo ocupan todo: desde la boca del estómago hasta la punta de los dedos, apiladas tras el fémur y amontonadas en la garganta. Solo entonces, cuando el mundo parece a punto de explotar, el escritor empieza a vaciarse. Se sienta a escribir y va sacando, poco a poco, todo lo que lleva dentro: esos personajes que ya son de la familia; las brillantes escenas, que sobre el papel siempre brillan menos; las tramas y subtramas, todo lo aprendido en la más o menos larga fase de documentación, cada emoción propia, personal, intransferible, que se colará bajo el texto, y todas las palabras que guardamos dentro, como un preciado tesoro, para dar forma a esa historia que nadie más puede contar.


El proceso es lento, con pasos hacia delante y retrocesos, a veces con parones imprevistos y a ratos en veloces carreras que nos dejan sin aire, exhaustos y satisfechos, hasta que sacamos todo fuera, lo volcamos sobre el papel, vaciándonos en otras vidas, en palabras que se convierten en párrafos, en párrafos que se amontonan en capítulos, uno tras otro, recogiendo con mayor o menor acierto aquello que quisimos contar. Cuando aparece la palabra “fin”, ya no queda nada dentro. Tan solo una inmensa sensación de vacío y una aterradora soledad. No queda nada.


Escribir es morirse. Y nacer. O, más bien, renacer. Es un espectáculo hermoso, cruel, solitario, doloroso y placentero. Es mentira y es verdad, una verdad que nadie más conoce, que tal vez nadie conocerá nunca, que es solo nuestra, de nadie más.


Escribir es parir. Es dar vida. Vida que creamos, no como dioses engreídos que observan desde las alturas, sino como madres que gestan, aman, sufren, se aterran y sienten el corazón a punto de estallar de felicidad. Y solo después de haber parido, de haber criado, amado, entregado lo mejor de nosotros mismos, de hacerlo lo mejor que supimos, solo entonces podemos empezar a despedirnos, a dejar volar una historia y unos personajes que cada vez son menos nuestros, aunque siempre tendrán un lugar en nuestro corazón. Es tiempo de añoranza, de duelo, pero también de enormes alegrías. Observamos expectantes, entre felices y aterrados, el recibimiento que les hace el mundo y nos paseamos entre las sombras que nos dejaron al irse.


Y, de repente, un día empezamos a llenarnos con otras voces, otras caras, otras historias, otras palabras. Volveremos a nacer y a morir una y otra vez, dejándonos la piel y el alma de nuevo en el papel. Sabemos que dolerá, pero también que merecerá la pena. Cada vez.


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