El castigo de Jo
Actualizado: 21 sept 2021
Todas queríamos ser Jo. Lo quería Simone de Beauvoir y también Joyce Carol Oates, Doris Lessing y Patti Smith. Yo también, por supuesto. Quise ser Jo, la chica que no quería serlo, que no se plegaba a las normas exigidas a su sexo, que odiaba las tareas domésticas y no soñaba con príncipes azules, sino con ir a la universidad. Sí, todas queríamos ser Jo, la chica a la que le gustaba leer y escribir, que trepaba a los árboles, patinaba sobre hielo y corría por el bosque. Jo, la chica alta y flaca que masculinizó su nombre, que caminaba con largas zancadas, que en los juegos siempre adoptaba el rol masculino y que se cortó el pelo, esa larga y abundante cabellera castaña, tal vez lo más femenino de su apariencia física, en un acto disfrazado de sacrificio y noble generosidad, pero que en realidad no era más que un ardid de la autora para subrayar la masculinidad del personaje, su deseo de alejarse de lo femenino tal como era considerado en su época.
No he conocido a ninguna escritora que quisiera ser la convencional Meg, la vanidosa Amy o la angelical Beth. Nos gusta Jo, terrenal, imperfecta, con su mal genio, su rebeldía, su fortaleza, su testarudez. Esa Jo luchadora, disciplinada, trabajadora, que emborronaba manuscritos sin descanso, que fallaba, que caía una y otra vez, pero que siempre se levantaba, enérgica, optimista, espontánea, vital. Esa Jo que no encajaba en el papel que la sociedad se empeñaba en darle, que quería más, que lo quería todo. Que quería ser libre y escribir y viajar y aprender y beberse la vida a grandes tragos, sin delicadezas ni hipocresías.
No la dejaron. Y esa es la gran tragedia de la obra de Louisa May Alcott. Que abrió todas esas esperanzas en Mujercitas, que nos dio una protagonista inolvidable, una chica fuerte llena de sueños, una chica distinta a todas las chicas de ficción que habían aparecido hasta el momento. Una heroína moderna, obstinada, imperfecta. Un personaje con una fuerza arrolladora, inteligente, con sentido del humor, leal, honesta, cálida, temperamental, que quería hacerse a sí misma, que quería valerse por sí misma. Y, por un instante fugaz, pareció que sí, que lo lograría. Porque empezó a escribir y a publicar y en Aquellas mujercitas reclamó su independencia, renunció al matrimonio y se fue a Nueva York a probar sus alas. Iba a lograrlo. Jo iba a ser diferente. Jo podría tenerlo todo.
Y, entonces, la realidad llegó como una bofetada. No nos lo cuenta así Alcott, por supuesto, hay que leerlo entre líneas. Pero ahí está. La rebeldía de Jo es castigada poco a poco. Primero se queda sin Europa, su gran sueño. La oportunidad se le escapa entre los dedos por no ser lo suficientemente femenina, por no gustarle ir de visitas, mantener conversaciones insustanciales y permanecer en un discreto segundo plano, ocultando sus opiniones, su inteligencia, sus verdaderos intereses. Por ser ella misma y no caminar con una máscara impuesta por la sociedad. La tía March elige a Amy como acompañante en su viaje a Europa y Jo pierde su primera oportunidad.
Después empiezan las imposiciones literarias para que escriba lo que debe escribir una mujer (y, por supuesto, es un hombre el que le indica hacia dónde orientar su vocación). Nada de relatos de crímenes o historias paranormales, que eran sus favoritas. No, las mujeres debían escribir historias que salieran del corazón, tiernas y delicadas, realistas, que no se escaparan de su entorno, que no salieran de la intimidad del hogar, que no dejaran demasiado espacio a la imaginación, esa peligrosa tentadora que abre la puerta de los sueños. Y ella cede. Y escribe una gran obra realista inspirada en su vida. Es un libro magnífico, por supuesto, que subraya su gran talento, pero la realidad, la terrible realidad, es que ha sido dirigida, juzgada y encaminada en una dirección distinta a la que había elegido.
Y después, en su siguiente acto de claudicación, llega el matrimonio. Jo, que había proclamado en más de una ocasión su derecho a permanecer soltera, miraba con horror el matrimonio y lo que esta institución hacía a las mujeres. Ella, que valoraba su independencia y su libertad por encima de todo, es finalmente encaminada al destino de toda mujer de su época. Siempre pensé que Jo se quedaría soltera o viviría un amor épico, propio de su carácter impulsivo, entregado y arrollador. Por supuesto, la lógica narrativa exigía que fuera Laurie el elegido. Laurie, su amigo y enamorado, con el que habría podido reír, discutir, amar. Laurie, que le daba alas y no se las cortaba, que era tan apasionado como ella, tan libre, tan honesto y alegre como Jo. Podrían haberlo tenido todo: la pasión, el cariño, la confianza. La libertad de ser ella misma, de ser ellos mismos. No habría sido un matrimonio convencional, desde luego. No con ellos dos, jóvenes y espontáneos, temperamentales y generosos. Nadie habría podido con ellos.
Pero no fue posible, porque la autora se vio obligada a casar a Jo y tomó la decisión de rebelarse ante los deseos de sus lectoras e incluso hacerlas rabiar con su elección. Así que, en vez de al héroe romántico, decidió unir a Jo con un hombre demasiado mayor y demasiado tranquilo, un intelectual amable y tierno poco dado a la acción que la sermonea con cariño, que trata de moldearla y que dirige su camino hacia el lugar que le corresponde. Que parece un padre más que una pareja. Y que, sin embargo, es una figura paternal que se opone al tipo de hombre autoritario que resultó ser el padre de la escritora, al que Alcott optó por no explorar demasiado en esta novela semiautobiográfica. La autora sacó al señor March del relato enviándolo a la guerra para no oscurecer la historia con la alargada sombra de un patriarca inútil y contradictorio.
Por supuesto, Jo ama al profesor Baher y lo hace con la misma intensidad con que lo hace todo, con esa entrega absoluta y apasionada que la lleva a saltarse todas las reglas. Porque no olvidemos que, al igual que Jane Eyre, es ella la que da el primer paso, la que se adelanta a confesar sus sentimientos con la impulsividad que la caracteriza y la que, saltándose todas las reglas, se atreve incluso a besar a su amado en público. Porque es Jo y es fiel a sí misma. Es una mujer que atiende a lo que le dicta el corazón y no las normas sociales y ahí se encuentra uno de los grandes logros, que, pese a todo lo que arrebatan a Jo, ella jamás doblega su espíritu.
Pero aún falta un último acto de sometimiento, el más cruel de todos. La autora le hace llegar a Jo una herencia. La pobreza ha acosado a las hermanas March desde el principio de la narración y es una de las razones que impiden a Jo cumplir sus sueños. Con dinero, las mujeres no dependen de los hombres. La independencia económica las libera de la obligación del matrimonio y del hogar y también les da cierta libertad de acción. A las solteronas adineradas se las permiten algunas excentricidades que no son permitidas a las mujeres pobres o a las casadas. Así que llega esa inesperada herencia, una llave que podría abrir las puertas cerradas de algunos de sus sueños, tal vez a viajar, tal vez a publicar… y ella decide utilizarla para cumplir el sueño de su marido y abrir una escuela que él dirige y ella le ayuda en su tarea. Es tal la cantidad de trabajo, que Jo tiene que renunciar a escribir, porque no tiene tiempo para la literatura. Y, así, la realidad le arrebata el último de sus sueños de su juventud, tal vez el más importante de todos. Es, creo, lo más doloroso, cruel e incomprensible de ese final, porque durante toda la narración vimos y sentimos la vocación de Jo, su necesidad de escribir, su ardiente ambición, su lucha por dedicarse a las letras y lograr vivir de sus escritos. Escribir forma parte de Jo, es tan intrínseco a ella que forma parte de su personalidad, y, sin ningún pudor, la autora se lo arrebata, despojándola de una parte de sí misma.
Es un final terrible, pero no lo parece. El castigo queda oculto bajo capas de optimismo, de amor familiar, de amistad, de camaradería, de festividad… Y solo nos queda esa mujer luchadora, valiente, alegre, terca y apasionada, que ha renunciado a sus sueños y que, sin embargo, sigue correteando entre los árboles, soñando con volver a escribir algún día y dedicada a educar a una nueva generación más libre e independiente.
Todas quisimos ser la Jo de Mujercitas. No sabíamos que a esa Jo acabarían atándola con las mismas cuerdas que al resto de las mujeres de su generación y de tantas otras generaciones, que la arrebatarían todos sus sueños y que ella acabaría aceptando su castigo como algo ineludible y hasta con alegría. He tenido que releer de adulta las dos novelas para comprender que la historia de Jo March es la historia de una mujer que quedó atrapada en los convencionalismos y que, sin embargo, no perdió su esencia, porque, pese a las ataduras, las últimas páginas nos la muestran como lo que siempre fue: impulsiva, alegre, poco convencional, cálida, luchadora.
La historia de las hermanas March da para muchos análisis, porque hay muchas capas que retirar, muchos prismas desde los que mirarlas. No hay que olvidar el contexto en el que fue escrita, su revolucionaria propuesta oculta bajo la etiqueta de “libro para chicas” que buscaba la editorial. Tampoco podemos ignorar la rebeldía de una escritora que se negó a que su personaje favorito hiciera lo que todos esperaban de ella (que se casara con Laurie), pero que tuvo que supeditarse a las exigencias de la casa editora y escribir un final que se sometiera al convencionalismo de su tiempo. Es casi irónico que Alcott arrebatara a Jo, su álter ego, todo lo que en realidad ella sí consiguió: escribir, publicar, independencia económica, mantener su soltería...
Mi lectura es una lectura hecha desde el siglo XXI, por supuesto. La lectora del siglo XIX encontró en Aquellas mujercitas un final feliz. Las lectoras de hoy encontramos este final agridulce, pero también realista, acorde a su tiempo y también a la vida misma, que devora los sueños de juventud y obliga a adaptarse a la vida adulta. Jo no lo logró, pero muchas de nosotras sí lo conseguimos. Y ella, esa heroína obstinada y moderna, fue una de las bases para la mujer de hoy, para las escritoras de hoy. Creyeron que con Mujercitas nos enseñaban a quedarnos en casa, pero no fue así. Nos enseñaron a luchar por nuestros sueños y a derribar convencionalismos. Jo nos lo enseñó para que las niñas que leímos su historia lográramos lo que ella no pudo conseguir.
Ok... Pero no estoy del todo de acuerdo, casi nada podría decir. Mi punto de vista es el siguiente:
1- Ella se queda sin Europa, sí, se comportó como un desastre en todas las visitas y en la mayoría ella quiso ser ella misma (sin tomar en cuenta lo que quería Amy, pero ese es otro tema). Lo que sucede ahí es que en la visita a la tía March se veía lo más desinteresada posible en irse con la tía March por todo su comportamiento. Amy fue educada y, lo quieran admitir o no, SE LO GANÓ. Y no, no es una cuestión de rebeldía ni nada por el estilo, porque Jo conocía a tía March y, por lo…